En mi adolescencia yo era fan de Benazir Bhutto.
Por supuesto que jamás se lo dije a ninguno de mis contemporáneos. Ya suficientemente bicho raro era en la secundaria por preferir el taller de cocina al de zapatería, como para confesar que era fan de la gobernante de un país al que mis compañeros difícilmente podrían ubicar en el mapa. Pero es verdad. Yo era fan de Benazir Bhutto, no sólo porque me parecía admirable que siendo mujer fuera líder de un país musulmán, sino, sobre todo, porque en mis juveniles ojos era la única política guapa del planeta.
Y resulta que, tristemente, este 27 de diciembre, nos la mataron. Estoy al tanto de que no fue una gobernante perfecta y de que había gente que la odiaba por razones tan absurdas como simplemente ser mujer o tan fundadas como las trácalas de su marido, pero de que era una grácil anomalía en un país tan convulsionado como Pakistán, ni duda cabe. Ser asesinada por allegados a Al-Qaeda es algo que indica lo potencialmente revolucionaria que era su presencia en una región del mundo marcada por los anacronismos.
Descanse en paz.
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