enero 26, 2009

Obama tumbando caña

Barack Obama me simpatizó desde que se enfiló a la Casa Blanca. Estaba seguro que su llegada a la presidencia de los Estados Unidos significaría un cambio notable, pero de todos modos me ha sorprendido que no cumplía ni una semana sentado en el Despacho Oval y ya hubiera echado por tierra varios de los odiosos detalles de George W. Bush.

En sólo unos días, Obama firmó ordenes ejecutivas para cerrar la prisión militar de Guantanamo, prohibir las prisiones secretas de la CIA, explicitar su rechazo a la tortura y levantar las restricciones que había para que las asociaciones en favor del aborto recibieran apoyo del gobierno, algo que el mojigato de Bush había prohibido. De paso, revirtió el desprecio institucional que había tenido la Casa Blanca a la Convención de Ginebra, que regula el trato a los prisioneros de guerra.

Ha sido toda una lección de lo que puede hacer no el dinero, no la oratoria poderosa, no las grandes movilizaciones, sino la simple, pura y llana voluntad de querer hacer las cosas, mezcladas con un poco de sentido común. Una combinación que es posible encontrar fácilmente, excepto en los políticos.

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